GRADO NOVENO
Ospina William.
Es tarde para el hombre. Ensayos.
Como
el padre de Buda, la sociedad contemporánea parece empeñada en impedir que sus
hijos se enteren de que existen la enfermedad, la vejez y la muerte. Al menos en
Occidente cunde una suerte de religión de la salud, de la juventud, de la
belleza y de la vida que contrastan con el carácter cada vez más dañino de la
industria, cada vez más mortífero de la ciencia y la economía. El instrumento
principal de este culto es la publicidad, que cotidianamente nos vende una idea
del mundo de la cual tienden a estar excluidos todos los elementos negativos,
peligrosos o inquietantes de la realidad. Bellos jóvenes atléticos y felices
pueblan ese universo de papel y de luz donde nadie sufre tragedias que no pueda
resolver el producto adecuado, donde nadie envejece jamás si usa la crema
conveniente, donde nadie engorda si toma la bebida que debe, donde nadie está
solo si compra los perfumes o cigarrillos o autos que se le recomiendan, donde
nadie muere si consume bien.
Este
curioso paraíso de bienestar y belleza y confort, tal vez no tiene parangón en
la historia de las religiones, que siempre derivaron parte de su poder de
recordarle al hombre sus limitaciones y lo patético de su destino. Pero yo me
atrevo a pensar que aun las religiones más despóticas e indeseables se
empeñaban en salvar al hombre, eran sinceras incluso en sus errores y sus
extravíos, y en cambio, esta opulenta religión contemporánea no es más que la
máscara infinitamente seductora de un poder inhumano, que desprecia
ostentosamente al hombre y al mundo, y que ni siquiera lo sabe. Esta extraña
potestad ha descubierto lo que descubrió Schopenhauer, que el destino del
hombre no es más que una cadena de apetitos que siempre se renuevan, un anhelar
que no encuentra jamás su saciedad definitiva, un girar eternamente en la rueda
de la necesidad y en la ilusión de satisfacerla. Pero ese descubrimiento, que
puede llevar a un filósofo a proponer la valoración absoluta del instante, el
gozo de lo efímero, y la exaltación del deseo que “siempre recomienza” como el
mar de Valéry, ha llevado a la industria a aprovechar esa condición humana para
los atroces designios de una acumulación ciega y sórdida.
Los
valores que la humanidad exaltó durante siglos como formas ideales o
especialmente gratas de su existencia, la juventud, la salud, la belleza, el
vigor, terminan siendo utilizados como señuelos para inducir a los hombres a un
consumo cada vez más artificial e injustificado. Vemos a esas hermosas
muchachas que vacilan entre el pudor y la ostentación, en la más tentadora de
las fronteras; vemos esos jóvenes andróginos que copian los gestos de los
mármoles clásicos; vemos esas parejas como sorprendidas en los umbrales del
amor y el deseo; todo es allí tentación y sensualidad, todos esos cuerpos están
ofrecidos, a la vez como promesas y como paradigmas de una vida plena y feliz
en la que nunca cesa el ritual, donde la plenitud no tiene pausas, donde el
amor no vacila, donde la vitalidad no fatiga y la belleza no parpadea, en su
estudiosa eternidad de fotografías y películas comerciales, y nos parece que
hay una legión de seres trabajando para nuestra felicidad. La magia homeopática
funciona. Llegamos a sentir que esa bebida gaseosa nos hará bellos, que esa
crema nos hará jóvenes, que esa bicicleta estática nos hará perfectos, que ese
alimentos nos hará inmortales; y nuestra existencia llena de imperfecciones, y
vacíos, y soledades, parece tocar por un instante el incontaminado reino de los
arquetipos. Pero pasa el consumo y la vida sigue su combustión y su desgaste.
Renacen los apetitos y no acabamos de entender por qué hay algo en nosotros
cada vez más insatisfecho, algo que parece cada vez más indigno y más
derrotado. Tal vez nunca seremos tan bellos, aunque compremos todo lo que nos
venden, tal vez nunca seremos tan saludables, tan serenos, tan exitosos, tan
admirados, tan ricos. Las ilusiones que nos obligan a comprar se revelan
inaccesibles, pero finalmente la falla no estará en los opulentos arquetipos
sino en nuestra imperfección.
La
seducción nos toma por sorpresa aunque no ignoramos que la belleza, como todas
las otras virtudes involuntarias, está bajo sospecha. Antes era más fácil saber
dónde estaba la belleza. La habíamos aprendido de los mármoles griegos y del
arte europeo, sus cánones estaban establecidos: correspondían a la imagen de
las razas hegemónicas de la civilización. Ante esos modelos los africanos eran
simiescos, los asiáticos pálidos, feos y enanos, los indios americanos toscos y
grotescos, los mulatos deformes y los mestizos simples y triviales. Pero el
nazismo desenmascaró definitivamente el error de pensar que de verdad ciertas
características físicas comportan algún tipo de superioridad morfológica,
intelectual o moral. Hemos visto a los pueblos famosamente más civilizados de
la tierra profesando teorías estúpidas y secundando crímenes fundados en las
más ineptas especulaciones. Y hemos comprendido varias cosas: que cada tipo
racial compone su propio ideal de belleza; que las razas puras, con sus modelos
de belleza, no son más que curiosidades geográficas; que los crecientes
mulatajes y mestizajes de todos los pueblos hacen de la belleza algo mucho más
amplio, diverso y cambiante; y que la belleza misma, con todo su poder sobre la
cultura, debe estar subordinada a la ética y no puede exaltarse como un valor
absoluto y autónomo. Creo que hoy podemos afirmar que todo culto por la belleza
física lleva en sí como unas gotas de los más peligrosos fascismos.
Y
es justamente así como la publicidad utiliza la belleza para sus fines. Los
rostros y los cuerpos que nos ofrece son anzuelos. Cuando creemos morder la
brillante sardina, comprendemos que no era más que la máscara del garfio
puntiagudo y otra vez hemos caído en la trampa.
Novalis
afirmó que “en ausencia de los Dioses reinan los fantasmas”. En ninguna época
de la historia humana hubo tal vez tantos fantasmas como en esta sociedad
industrial empapelada de íconos, cuyas multitudes pasan los días oyendo voces
de vivos y de muertos que son en realidad surcos de acetato y bandas
magnetofónicas, deseando seres vivos y muertos que son en realidad mancha de
tinta incapaces de satisfacer los deseos que suscitan, viendo vivir a seres
vivos y muertos que son en realidad rayos de luz. Lo peor es que cada vez nos
miramos menos los unos a los otros porque esos cubos de cristal vertiginosos de
imágenes son más interesantes y a la vez no exigen de nosotros más que
docilidad y pasividad. Los libros le hacían exigencias a nuestra imaginación,
estaban hechos para seres creadores: las artes de la técnica contemporánea sólo
saturan y pasman. Por eso puede irrumpir en ellas a cada minuto el fantasma
bellísimo, la serpiente del gran capital con la jugosa manzana en la boca, algo
que ningún lector de libros soportaría y que todos entenderíamos como una
enloquecedora agresión.
La
publicidad, además, se depura y de refina. Costó trabajo convencer a los
empresarios de que era preciso sustituir esos mensajes torpes, imperativos y
obscenos, que entraban en los hogares sólo a incomodar a su público, por
mensajes bellos, cordiales y sutiles cuyas órdenes sean las más gratas y más
eficaces. Las sirenas del capital cada vez cantarán mejor y ya hay quien piensa
que el verdadero arte de la época está en esas apacibles cuñas de autos que no
muestran timones ni palancas ni válvulas sino una hoja de sauce resbalando por
la superficie llena de reflejos de un lago al ritmo de una música conmovedora.
Esos fragmentos idílicos de la naturaleza lleva en algún rincón el inolvidable
logotipo exactamente a la manera como el esclavo llevaba la marca del hierro
candente. El símbolo está allí para recordarnos que lo que se nos muestra no
existe por sí mismo: para recordarnos que el propósito del mensaje no es
invitar a un paseo apacible por los campos sino sugerir la compra de un auto.
Para recordarnos quién es el amo.
Nada
ignora que el de la publicidad es uno de los lenguajes más autoritarios que
existen. El imperativo de todos los verbos pulula en sus mensajes. Compre,
vaya, lleve, use, tenga siempre, aproveche, decídase, no olvide, tome,
recuerde, disfrute: y todos significan lo mismo: obedezca. Ahora, con el
afinamiento de la voz de las sirenas, el mensaje tenderá a hacerse indirecto y
a lo mejor la forma imperativa de los verbos cederá su lugar a un lenguaje en
el que el emisor aparezca como desdibujado. Entonces el mensaje “Yo soy el
mejor” se cambiará gradualmente por “Somos bellos”, “Somos buenos”, “Amamos al
mundo”, “Amamos a la humanidad”, no dejes de comprar nuestros productos.
¿Es
esto censurable? La sociedad de consumo se vende a sí misma como la gran
proveedora. Por fin, de su mano, los hombres hemos entrado en las despensas de
un mundo opulento y feliz. Hay libertad de compra, igualdad de precios,
fraternidad en el consumo. No parece indiscutible que es mejor optar entre
cinco o diez calidades y fragancias de jabón, que estar condenados al negro
jabón de la tierra. Que es bueno disponer de bombillas eléctricas, de
refrigeradores, de hornos, de muebles, de innumerables cosas que
individualmente no podríamos hacer. ¿Cómo se atreve alguien a alzar su voz
contra la industria democrática que se desvela por ofrecer a los hombres tantas
cosas necesarias, tantas cosas que serían desmesuradamente costosas si no se
produjeran en masa? ¿No son las empresas los baluartes de la democracia, los
antídotos contra la escasez, los muros que nos protegen de la barbarie y de la
miseria? ¿No está llenando al mundo además de mensajes poblados por adorables
criaturas que nos recuerdan nuestro deber de ser bellos, de ser jóvenes, de ser
saludables y de ser felices?
Yo
creo que la humanidad haría bien en desconfiar y en recelar. Es antigua la
historia de los poderes que por el hecho de ofrecer algún beneficio se sitúan
por encima de toda crítica y se sienten autorizados de todo. Por muchos
beneficios (y también esos habría que contarlos) que la industria traiga a las
sociedades, no puede situar sus intereses por encima de los altos intereses de
la humanidad. Pero la verdad es que el único objetivo del capital es la
rentabilidad, la acumulación de riqueza excedente que se reinvierte sin fin.
Mientras ese fin sea compatible con el bienestar de sus consumidores, todo está
casi bien; pero está claro que en cuanto esos fines entran en conflicto con tal
bienestar, no es el capital quien lo advierte ni quien lo corrige. La historia
de la industria de los aerosoles, de los pesticidas, de los detergentes y de
los plásticos, es el más reciente y alarmante capítulo de la Historia Universal
de la Infamia. Y nadie ignora que la primera tentación de la industria cuando
se ve bajo sospecha, no es la de filtrar sus gases tóxicos, ni purificar sus
desechos, ni modificar sus procesos, ni excluir los ingredientes nocivos, sino
recurrir a la voz seductora de las sirenas para distraer al público y disipar
las malas sospechas. Por eso cuando una corporación lanza con altos clarines
una cuña sobre algún producto no contaminante, o ecológicamente benévolo, la
operación suele ocultar muchos silencios sobre el comportamiento del resto de
los productos. Nada es más reacio que el capital a alterar su rentabilidad y
sus ventajas por triviales consideraciones humanitarias. Y esto por la razón
elemental de que el capital es ciego a todo lo que no sean sus procesos
elementales de producción, distribución, comercio, reinversión y acumulación.
No podemos pedirle al dragón que a la hora del hambre piense en los
sentimientos de la doncella que está encadenada al peñasco. Pero la vigilancia
se impone, porque la ciencia anda desenfrenada en su afán de saber, sin la
menor sujeción a una ética; la técnica anda desenfrenada en su tarea de dominar
el mundo, sin la menor sujeción a una ética; y la industria anda desenfrenada
en su labor de transformar la materia universal en bienes de consumo, sin
preguntarse siquiera qué es necesario, qué es útil, qué es superfluo, qué es
dañino, qué cosas nos hacen más civilizados, qué cosas nos hacen más pasivos
más bárbaros. Basta que puedan ser anunciadas o vendidas para que las máquinas
se desvelen produciendo, los televisores se desvelen anunciando y los
supermercados se desvelen vendiendo, en un carnaval derrochador, irreflexivo y
frenético. Como si, muertos los sueños, solo quedaran los apetitos. Como si
solo fuera deseable y confiable lo que ha sido concebido y producido por la
técnica humana. Por eso ya desconfiamos del agradable sistema tradicional y
queremos fabricar humanoides en los laboratorios de genética y aun en los
talleres electromecánicos. Y hay que ver, al lado de exquisitos artefactos hechos
con las omnipresentes sustancias no biodegradables, las incontables tonterías y
fealdades que es posible encontrar en los bazares norteamericanos, las
infinitas fruslerías que todos compran y nadie usa, las ropas que envejecen sin
estrenar en los roperos de los hogares de la sociedad industrial, las carnes en
conserva que se descomponen, los aparatos que se desechan al primer
desperfecto, los cementerios de escombros que crecen y que pronto harán
naufragar la utopía de Metrópolis.
Dócilmente,
la publicidad lo anuncia todo, lo aplaude todo y hace uso eficaz de los
incontables y a veces pasmosos recursos de las técnicas de comunicación. Con su
capacidad de seducir y de condicionar la conducta humana, ha ido invadiendo los
espacios del hombre, sugiere o impone productos y marcas, dicta la moda, crea
celebridades, traza los estilos y las conductas sociales. Hoy, cuando no
aparecer en la prensa o en la televisión equivale a no existir, ese culto de la
imagen y del éxito parece convertir la vida verdadera de todos en una realidad
de segunda categoría y a los simulacros de la publicidad, como a los simulacros
del periodismo, en la única realidad respetable.
Los
mensajes ya no requieren argumentos: las técnicas de la seducción sólo exigen
afectar gratamente los sentidos y producir en el público la sensación intensa
de que sus necesidades serán satisfechas por el producto del que se trate. Era
inevitable que, por este camino, hasta las cosas más serias y trascendentales
terminaran trivializándose en meras imágenes de seducción. Ya no hay lugar del
planeta donde la política no recurra a la publicidad para vender la imagen de
sus candidatos. ¿Qué deben éstos prometer? Que lo digan los sondeos de opinión.
¿Deben mostrar carácter, o más bien familiaridad y simpatía? Depende de con
quién haya que competir. “Una imagen vale más que mil palabras”, se dice, de
modo que más vale publicar las fotografías convincentes y prescindir al máximo
de palabras y compromisos.
Fue
sobre la publicidad, antes que sobre ninguna otra cosa, que Adolfo Hitler
ascendió al poder en Alemania y que su discurso nacionalista y revanchista
cundió entre su pueblo. Esto debería bastar para despertar sospechas sobre esta
técnica aparentemente neutral. Un instrumento que sirve por igual para imponer
perfumes y tiranías, debería exigir toda la vigilancia y despertar un cauto
recelo. Pero la humanidad abdica de sus altos deberes de control y de
resistencia, y por todo el planeta cunde una plaga de estadistas mentirosos,
vacilantes, corruptos, que han idealizado a los medios y que se sujetan a las
veleidades de la opinión pública para tomar incluso las decisiones más
trascendentales. No hay publicista que no piense que vender un candidato es
sustancialmente lo mismo que vender un auto o una bebida gaseosa. Todo es
cuestión de la imagen adecuada, del clima de confianza necesario, de los
“slogans” singulares cuya función no es resumir un pensamiento, sino ser
identificado con claridad y no parecerse a nadie.
Y
es a esta manipulación grotesca a lo que llamamos democracia. ¿No estaría loco
el que escogiera al capitán de una nave por la fotografía, por la sonrisa, por
lo que dicen de él sus allegados? Sin embargo, cada vez más, estamos dejando
graves asuntos en manos de los oportunistas menos calificados, gracias a que ya
no exigimos programas ni ideas ni compromisos sino imágenes seductoras y
sonrisas de éxito.
Con
todo, el peor mal que podemos atribuir a la sociedad industrial y a sus sirenas
es el contraste entre el universo de fantasía que nos venden y la creciente postración
de las muchedumbres que no pueden comprarlo. Como todo cielo, éste tenía que
engendrar como correlato un infierno y el infierno son ahora los basureros de
la industria y del consumo, donde pugnan por sobrevivir los que carecen de
todo, los que no tienen ni belleza, ni salud, ni juventud, ni éxito, ni
fortuna; para los cuales el discurso hegemónico de la sociedad opulenta y feliz
sería una broma triste si no fuera porque cada vez los somete más a las
presiones de in ideal obscenamente inaccesible.
Es
fácil encontrarlos ya, en los basureros, o en las calles despiadadas, o en los
suburbios ruinosos de lo que se llama el mundo desarrollado; pero sobre todo
crecen en las monstruosas ciudades de esto que con jerga de ciencia ficción
llaman el tercer mundo. Se entiende que si el éxito y
aun la dignidad dependen hoy de la capacidad de consumo, estos seres sean
equiparados por la ideología imperante a meros desechos de humanidad. El ameno
paraíso parece bastarse a sí mismo y se sustenta en todos aquellos que dóciles
a la tentación se esfuerzan por situarse en la respetable zona del consumo. Los
autos, los muebles, los electrodomésticos, las tarjetas de crédito los seguros
prepagados y las vacaciones anuales confieren a quienes abnegadamente los
alcanzan la reconfortable condición de seres humanos, libres de la sospecha
atroz del fracaso. Porque el fracaso es el dominio del siglo que agoniza, y
sólo se mide en términos de exclusión del paraíso consumista. Podemos ser
crueles, mezquinos, desleales, indiferentes al sufrimiento humano, egoístas,
avariciosos, descorteses, éticamente deplorables: nadie advertirá en esas
penurias el fracaso de su existencia. Pero el fracaso en el adquirir y en el
poder sostener el ritmo de la impaciente avidez del capitalismo, equivale a
perder el lugar en el orden del mundo. Para quien se despeñe en ese confuso
tropel de vencidos no habrá piedad, ni solidaridad, ni cordialidad, ni
justicia. Nosotros, los habitantes de este mundo tercero o postrero, no
necesitamos el menor esfuerzo mental para saber en que consiste el infierno de
la opulenta sociedad de consumo, de la tersa y radiante sociedad industrial:
nos basta con salir a la calle.
Pasan
con sus sucias mantas al hombro los hijos de la indigencia. Vienen de los
basureros o van hacia ellos. Podemos imaginar los paisajes de Apocalipsis donde
transcurren sus vidas. Fétidos horizontes sombreados por el vuelo de las aves
de carroña, montañas de desechos, el detritus de la civilización, el fruto
final del optimismo y del progreso humano convertido en el reino de los últimos
hombres. Pasan pues, ante nuestra costumbre. Vienen de la miseria y van hacia
ella, y al pasar nos recuerdan, por un trabajo irónico de los Dioses de la
justicia, todo lo que la publicidad se esforzaba por hacernos ignorar u
olvidar. Que existe la enfermedad, que existe la vejez, que existe la muerte, y
que las soberbias torres de nuestra civilización están construidas sobre unos
cimientos corroídos por la insensibilidad. Entonces sentimos que allí, donde no
están ya los perfumes, sino sus frascos rotos, donde no está ya la música sino
sus aparatos en ruinas, donde no está ya la moda sino sus jirones desechos,
allí, entre los plásticos indestructibles y junto a los arroyos sucios y
espumosos, tal vez se anuncia el mundo verdadero y el verdadero porvenir.
Entonces casi entendemos la patética desesperación con que los nuevos
fascistas, esos que ni siquiera se atreven a mostrar su rostro, salen en la
noche a asesinar indigentes bajo los puentes, a tratar de borrar de un modo estúpido,
ebrio de bárbara ineptitud, la evidencia del desorden presente; a tratar de
convencerse de que son los miserables los responsables de la miseria. Y
entonces comprendemos que tal vez lo que el mundo necesita no son más cosas,
más autos, más mansiones, más progreso, más publicidad, sino un poco de
generosidad humana, una mirada más vigilante sobre el opulento porvenir que
mienten los fantasmas, un poco de honestidad con nuestras almas, y un poco de
sensatez en el breve y peligroso tiempo que nos fue concedido.